El mensajero recorrió a toda prisa las
calles de Tebas, se dirigió sin perder un instante al palacio real, se arrodilló
ante el rey y dijo: —«Atamante ha de sacrificar sus hijos a Zeus. Sólo entonces
verá crecer el trigo»: eso ha dicho el oráculo de Delfos.
Al oír aquellas palabras, el rey Atamante
sintió un escalofrío de horror. Aquel año no había brotado una sola espiga de
trigo en los campos, y el hambre cundía entre las gentes de Tebas. Parecía
claro que Zeus, el padre de los dioses del Olimpo, quería castigar a Tebas
.Pero ¿por qué? La única manera de saberlo era consultar el oráculo de Delfos,
donde el dios Apolo respondía a las preguntas de las gentes de Grecia a través
de sacerdotisas que entraban en trance. Atamante había enviado a Delfos a uno
de sus criados, pero la respuesta que le traía el mensajero no podía ser más
dolorosa. Zeus estaba disgustado con los hijos del rey, así que, para remediar
la hambruna de Tebas, Atamante tenía que dar muerte a sus hijos.
«Es un precio muy alto», pensó el rey,
«pero habré de pagarlo».
Sin embargo, Atamante ignoraba que todo
era una trampa. Su segunda esposa, la bella Ino, aborrecía a Frixo y Hele, los
dos hijos que el rey había tenido con su primera mujer. Para acabar con ellos,
Ino había tramado un astuta artimaña: primero había acudido en secreto al
granero del reino y había tostado todas las semillas de trigo, con lo que había
malogrado la cosecha de aquel año, y luego había sobornado al mensajero de
Atamante para que dijera que Zeus había ordenado la muerte de Frixo y Hele.
Ignorante de todo aquello, el rey llevó a
sus hijos ante el altar de Zeus, que se hallaba en la cima de una montaña. Dos
sacerdotes afilaron sus cuchillos y se dispusieron a degollar a Frixo y Hele.
Los dos adolescentes temblaban de miedo, y su padre se echó a llorar al verlos
tan asustados. La muerte parecía inevitable, pero de pronto sucedió algo extraordinario.
Un rayo cegador brilló en el centro del cielo, un trueno estremeció la colina y
por entre las nubes apareció Zeus, que bramó con voz atronadora:
—No toleraré que se cometa semejante
crimen en mi nombre!
Aterrorizados, los sacerdotes echaron a correr
montaña abajo. Entonces una segunda figura apareció en el cielo y empezó a
descender hacia la tierra. Era Hermes, el mensajero de los dioses, que se
desplazaba a gran velocidad gracias a las alas plateadas de sus pies. Junto a
él bajaba un curioso animal: era un carnero dotado de un resplandeciente
vellocino de oro, que brillaba con tanta fuerza como el sol del mediodía.
—¡Montad en este carnero! —les ordenó
Hermes a Frixo y Hele.
Los dos hermanos obedecieron al instante,
y el carnero echó a volar y se perdió entre las nubes. Primero planeó sobre el
vibrante manto azul del mar Egeo. Pero, cuando ya llegaba al estrecho que
separa Europa de Asia, sucedió una desgracia terrible. Hele, que estaba
entumecida de frío, resbaló y cayó al agua, donde murió ahogada. Desde
entonces, a aquel estrecho se le llama Helesponto, que quiere decir 'mar de
Hele'.
Frixo, por el contrario, llegó sano y
salvo hasta la Cólquide, una región situada a orillas del mar Negro, allí donde
las nevadas montañas del Cáucaso peinan las nubes y desafían a los cielos.
Cuando Eetes, el rey del aquel país, vio que el carnero descendía sobre su
palacio, retrocedió atemorizado.
—No te espantes! —dijo Hermes.
Y le contó a Eetes todo lo que les había
sucedido a Frixo y Hele.
—Si ayudas y proteges al joven Frixo
—agregó luego—, el valioso vellón de este carnero será tuyo.
—Cuidaré de este príncipe como si fuese mi
propio hijo —respondió el rey, deslumbrado por los destellos que despedía el
vellocino.
Aquel mismo día, Frixo sacrificó el
carnero ante el altar de Zeus y le entregó el vellocino a Eetes, quien lo
recibió con una profunda satisfacción. Pero, poco a poco, el entusiasmo del rey
fue languideciendo y su alegría se transformó en angustia.
«Seguro que pronto empezará a llegar gente
de todas partes para robarme el vellocino», se decía, y tanto sufría por su
tesoro que se pasaba las noches despierto, dando vueltas sin descanso en su
lecho real.
Al final, Eetes decidió sacar el vellocino
del palacio y llevarlo muy lejos de la ciudad: lo colgó de la copa de una
encina y, para que nadie se acercara siquiera a mirarlo, dejó el árbol bajo la
custodia de una enorme serpiente venenosa que no dormía ni de día ni de noche.
Pero, aun así, Eetes tenía miedo de que le
robasen el vellocino. Creía que, más tarde o más temprano, Frixo intentaría
arrebatárselo, así que decidió matar a Frixo. Sin pensárselo dos veces, les
ordenó a sus criados que entrasen en el cuarto del joven mientras dormía y que
lo degollasen sin piedad. Nadie puede dudar de que el destino de Frixo fue
atroz: tras salvarse de morir en Tebas, había sido asesinado en la Cólquide,
tan lejos su querida patria.
Cuando el rey Eetes vio el cadáver del
príncipe y la sangre que encharcaba su cuarto ni siquiera se inmutó, sino que
sonrió para sus adentros y se dijo con satisfacción:
«Ahora ya nadie me arrebatará mi tesoro».
Pero no sabía lo equivocado que estaba.
EL CENTAURO QUIRON
En una cueva encaramada en la rocosa
ladera del monte Pelión, mirando al puerto de Yolco, moraba Quirón, el más
viejo y sabio de todos los centauros. Mitad hombre mitad caballo, Quirón era
tenido en tan alta estima que las familias de la aristocracia griega le
confiaban la educación de sus hijos varones. El centauro los adiestraba en la
caza y la lucha, la medicina y la poesía, la astrología y la música. Rodeados
de cumbres escarpadas, los discípulos de Quirón aprendían a soportar la crudeza
del frío en el invierno y del sol canicular en el verano, a fabricarse sus
propias armas y a vestirse con pieles de animales que cazaban ellos mismos.
Muchos de los jóvenes pupilos de Quirón se
convertirían con el tiempo en héroes legendarios, como les sucedió a Hércules y
a Aquiles . Pero ninguno igualaría a Jasón en sagacidad y buen juicio. Tras
dejar atrás la mocedad, Jasón se convirtió en un hombre alto de piel bronceada,
rizada melena rubia y ojos grises verdosos, que vestía la piel de una pantera
cazada por él mismo. Un día, Quirón lo llamó para decirle:
—¿Ves ese reino que se extiende al pie de
la montaña y que llega hasta la orilla del mar? Pues, mucho tiempo atrás, fue
gobernado por un rey noble que se llamaba Esón. Pero, un día, su malvado hermano
Pelias le arrebató el trono valiéndose del engaño y mandó asesinar a toda su
descendencia. Más tarde, Esón tuvo otro hijo, y su esposa me confió su cuidado
para salvarle la vida.
Quirón hizo una pausa, miró fijamente a
Jasón y prosiguió:
—Eso sucedió hace veinte años. Ahora ha
llegado la hora de que aquel príncipe reclame el trono que le pertenece.
Jasón no tardó en comprender lo que Quirón
quería decirle. ¡Él era el hijo del rey Esón, él era e1 legítimo heredero del
trono de Yolco! La esplendorosa ciudad, la verde llanura y el bullicioso puerto
que tantas veces había contemplado desde las cumbres cubiertas de nubes eran
parte de una herencia que le correspondía.
—Ahora dirígete a la corte —le dijo Quirón
a su discípulo—, y recuerda siempre lo que te he enseñado en estos años. Los
dioses te reservan grandes hazañas, y algún día serás venerado como un héroe
por todos los griegos.
Con los ojos llenos de lágrimas, Jasón se
abrazó a su tutor y se despidió de él. Y, sin perder un solo instante, partió
colina abajo, rumbo a la llanura que se abría ante sus ojos.
LA TRAVESÍA DEL RÍO
El sol de la mañana bañaba los campos
cuando Jasón comenzó a bajar la escarpada montaña. Tras cruzar un sombreado
pinar, se abrió camino por un viñedo de cepas enmarañadas. Ya a media tarde, se
extendió ante sus ojos una amplia llanura llena de campos de maíz y salpicada d
verdes limonares. Pero, para alcanzarla, Jasón debía cruzar el río Anaurio que
bajaba muy crecido por el deshielo de las nieves.
Se disponía a meter los pies en el agua
helada cuando vio a una anciana que observaba la corriente. Iba vestida con
harapos y deambulaba junto la orilla con los ojos clavados en el curso
torrencial del Anaurio. Al ver Jasón, dijo con débil voz:
—¡Ayúdame, muchacho, por favor! ¡Ayúdame a
cruzar el río!
Jasón miró a la mujer y dudó por un
instante. Si se echaba a aquella anciana sobre los hombros y él resbalaba, el
agua los arrastraría fatalmente Pero Quirón le había enseñado a ser generoso,
así que contestó:
—Mis hombros son anchos y tu cuerpo es
ligero. ¡Sube a mis espaldas! - Con la mujer a cuestas, Jasón hundió sus pies
en el cauce cenagoso del río y empezó a luchar contra la corriente. Pero la
mujer se mostró quisquillosa y no paró de quejarse.
—¡Me estás mojando la ropa! —decía--. ¿Es
que pretendes ahogarme?
Jasón tuvo que emplear todas sus fuerzas
para alcanzar la otra orilla pero al fin lo logró. Dejó a la anciana en el
suelo y entonces notó que había perdido una de sus sandalias en el lecho del
río. Se había cortado con el filo de una piedra, y de la planta del pie le
manaba un hilillo de sangre
—Me
he cortado —dijo Jasón.
Entonces alzó la mirada, y lo que vio le
dejó maravillado. La anciana la que había llevado sobre sus hombros acababa de
transformarse en un mujer alta y bellísima que vestía una deslumbrante túnica
blanca. Lleno de asombro, Jasón preguntó:
—¿Quién eres?
Pero la respuesta saltaba a la vista: los
ojos de la mujer resplandecían con una luz tan intensa que no había duda de que
era una diosa.
—No sufras por tu sandalia —dijo la
mujer—, pues no la has perdido en vano. Yo soy Hera, madre de todos los dioses,
y te he pedido que me ayudases a cruzar el río para ponerte a prueba. Y como me
has ayudado, de hoy en adelante te protegeré y te orientaré con mis consejos
siempre que lo necesites. Ahora ve a Yolco y reclama lo que es tuyo.
Jasón se arrodilló y bajó la cabeza en
señal de gratitud y, cuando volvió a alzar los ojos, Hera ya había
desaparecido. Todo había sido tan extraño que el muchacho se pasó un buen rato
preguntándose si su conversación con la diosa habría sido algo más que un
simple sueño.
UNA MISIÓN IMPOSIBLE
La tarde empezaba a cubrir el camino con
su manto de sombras cuando Jasón franqueó las puertas de la ciudad de Yolco.
Sin perder un instante, se dirigió al palacio real, y todos los que se cruzaron
con él quedaron asombrados al verlo, pues Jasón era bello como Apolo y fuerte
como Ares. Cuando llegó al palacio, pidió ver al rey Pelias. Y entonces uno de
los criados se presentó ante Pelias y le dijo:
—Ha venido a veros un joven muy extraño.
Dice que se llama Jasón, viste una piel de pantera y calza una sola sandalia.
Cuando Pelias oyó aquellas palabras, quedó
aterrorizado. El oráculo se lo había advertido con suma claridad: «Guárdate del
hombre que lleva una sola sandalia, guárdate de él porque vendrá a destronarte».
«¿Qué debo hacer?», se preguntó Pelias. Y
enseguida pensó que lo mejor era recibir a Jasón y tratar de quitárselo de
encima con alguna astuta artimaña.
—Rey Pelias —dijo Jasón cuando se halló en
presencia de su tío—, he venido a reclamar el trono de Yolco, pues sé que se lo
arrebatasteis a mi padre y que yo soy su legítimo heredero.
Pelias miró de reojo a su sobrino y
replicó con estudiada calma:
—El trono es tuyo si así lo deseas, pero
¿cómo puedo saber que vas a ser un buen rey? Dime: ¿qué guerras has vencido, de
qué laureles y hazañas puedes presumir?
—Por ahora, de ninguna —confesó Jasón—,
pero aceptaré cualquier reto que me planteéis con tal de conseguir el trono de
Yolco.
El malicioso Pelias se frotó el mentón y
preguntó:
—¿Serías capaz de traerme el vellocino de
oro?
Pelias sabía que el vellocino se hallaba
en el límite oriental del mundo conocido, al otro lado de mares que nadie había
surcado, protegido por una poderosa serpiente de fauces venenosas. Conquistar
el vellocino de oro era un trabajo inaccesible a las fuerzas humanas. De modo
que, si Jasón aceptaba aquella misión, no había duda de que perdería la vida en
el intento de llevarla a cabo.
Jasón permaneció pensativo unos instantes.
Su maestro Quirón le había hablado muchas veces del vellocino de oro, y Jasón
siempre había soñado con conquistarlo. Aquella aventura era una temeridad, pero
Jasón estaba decidido a demostrar su valentía, así que miró a su tío con gesto
seguro y respondió:
—Sí, soy capaz: ¡traeré a Grecia el
vellocino de oro!
EL ARGO Y LOS ARGONAUTAS
Tras aceptar la misión que le había
propuesto su tío, Jasón se dirigió al bosque sagrado de Hera en Dodona, al
noroeste de Grecia. La diosa le había dicho que podía contar con ella, así que
Jasón se arrodilló ante su oráculo, que era un roble parlante, y le preguntó:
—¿Qué debo hacer para viajar a la Cólquide?
Y, tal como Hera había
prometido, el oráculo le ayudó.
—En Págasas hay un famoso constructor de
navíos que se llama Argo —dijo—. Acude a verlo y pídele que te fabrique la nave
que necesitas. Tiene que construir el casco del barco y sus cincuenta remos con
madera de los pinos del monte Pelión, y no debe tener miedo a equivocarse, pues
Atenea guiará su mano en todo momento. Cuando la nave esté construida, hazte
con la tela más gruesa y resistente que encuentres y manda coser las velas que
penderán de los mástiles. Luego, deberás tomar una rama de este roble sagrado y
esculpir en ella un mascarón: lo colocarás en la proa de la nave y, cuando te
encuentres en peligro y no sepas que resolución tomar, pregúntale al mascarón,
porque él te dirá lo que debes hacer.
De modo que Jasón se dirigió a la ciudad
marítima de Págasas y visitó la casa de Argo, quien construyó el navío en poco
tiempo gracias a que Atenea guiaba su mano. Cuando el barco estuvo terminado,
Jasón le dio el nombre de Argo en honor del hombre que lo había construido. Era
el navío más grande y robusto jamás visto, capaz de resistir el embate de las
olas más altas en los mares más procelosos. Pero era también un barco
ligerísimo: tanto, que la tripulación podría transportarlo sobre sus propios
hombros en caso de que fuese necesario.
Mientras Argo construía el navío, Jasón
reunió a su tripulación. De todos los rincones de Grecia llegaron a Yolco los
jóvenes más valientes, que destacaban entre el resto de los hombres como
estrellas en el cielo negro de la noche. Los primeros en llegar fueron
Hércules, el de recio corazón, y su noble y hermoso amigo Hilas. Y luego se les
fueron uniendo los gemelos Cástor y Pólux de Esparta, famosos por su destreza
en la lucha; Teseo de Atenas, que años después entraría en el laberinto de
Creta para matar al Minotauro; el longevo Néstor, cuyo coraje resplandecería en
la guerra de Troya; el velocísimo Eufemo, que podía correr sobre el mar sin
hundirse; Orfeo, el cantor de Tracia que hechizaba con su voz a los ríos y las
aves; Linceo, cuya vista era tan penetrante que podía ver el fondo de la
tierra; e incluso Acasto, el hijo del rey Pelias, quien se enroló furtivamente
contra la voluntad de su padre. Y también se les unió una mujer: Atalanta, la
mejor cazadora de toda Grecia, más veloz que cualquier hombre y tan habilidosa
en el manejo del arco como el propio Apolo.
Cincuenta eran los tripulantes del Argo,
que fueron llamados "los argonautas". Jasón le confió a Linceo el
puesto de piloto y a Tifis el manejo del timón y, tras sacrificar dos bueyes a
Apolo para que les diera una mar en bonanza, ordenó zarpar con rumbo a Oriente.
La nave desplegó sus velas y el viento las hinchó. Y, bajo la Aurora de
lucientes ojos, los argonautas salieron del puerto de Págasas. Al verlos
partir, las mujeres alzaron sus brazos al cielo, suplicando a los dioses para
que aquellos héroes regresaran con vida. Jasón derramó algunas lágrimas porque
le dolía dejar atrás la tierra de sus padres, pero su corazón se alegró muy
pronto porque todo en el mar presagiaba una victoria: las velas silbaban, las
aguas relucían bajo el sol y los peces saltaban sobre la estela del navío.
LAS MUJERES DE LEMNOS
Tras varios días de buena mar, el viento
cesó de pronto, así que los argonautas decidieron remar hasta tierra firme y
esperar en la costa hasta que el viento volviese a soplar. Atracaron en la
rocosa isla de Lemnos, y quedaron muy sorprendidos al ver que un grupo de
mujeres les esperaba en la playa, cantando con dulces voces y extendiendo sus
brazos en señal de bienvenida.
—¡Venid con nosotras —decían—, venid con
nosotras!
No había ni un solo hombre a la vista, y
las mujeres saltaban de júbilo. Salvo Atalanta y Hércules, todos los argonautas
saltaron a tierra, y al instante se vieron rodeados por un tumulto de mujeres
ansiosas. La reina de la isla, que se llamaba Hipsípila, invitó a Jasón a
compartir su trono, y todas las habitantes del lugar ofrecieron su amor a los
recién llegados. Tan dulces eran sus besos y tan tiernas sus caricias, que los
viajeros perdieron la noción del tiempo, y durante varias semanas se olvidaron
del Argo y del vellocino de oro. Un día, Jasón le preguntó a Hipsípila:
—¿Por qué no hay hombres en esta isla?
Pero la reina no respondió.
Jasón repitió la pregunta otras muchas
veces, hasta que al fin, una noche, Hipsípila abrió de par en par su corazón.
—En otro tiempo —dijo—, esta isla fue un
lugar alegre en el que imperaban la risa y el amor familiar. Pero un día una
joven se miró en un estanque y, al ver su piel morena, sus ojos oscuros y su
pelo sedoso, proclamó a los cuatro vientos que no había nadie más hermosa que
ella. Al oír aquello, Afrodita montó en cólera. ¡Cómo se atrevía una simple
mortal a declararse más agraciada que la propia diosa de la belleza! Afrodita
estaba tan enojada que no sólo castigó a la muchacha que le había ofendido,
sino que nos condenó a todas las mujeres de Lemnos. Desde aquel día, despedimos
un olor nauseabundo, por lo que nuestros esposos empezaron a rehuirnos y
acabaron por traerse concubinas desde Tracia para dormir con ellas. Nosotras
nos irritamos tanto que una noche matamos a todos los hombres de la isla,
incluidos los ancianos y los niños. Al poco tiempo, Afrodita nos liberó de
nuestra insoportable pestilencia, pero ya era demasiado tarde. Para entonces no
quedaba en Lemnos un solo hombre con el que pudiéramos engendrar descendencia.
Por eso os hemos recibido con los brazos abiertos, porque deseamos concebir
nuevos hijos. Quedaos con nosotras, Jasón, y te prometo que aquí gozarás de
honores de rey.
Jasón no supo qué responder. ¿Y si
Hipsípila y las mujeres de Lemnos mataban a los argonautas como habían
asesinado a sus esposos? Lo más prudente era abandonar la isla enseguida, pero
los compañeros de Jasón estaban tan embelesados con las mujeres de Lemnos que
no pensaban más que en amarlas. Sin embargo, un buen día Hércules les recordó
cuál era su deber. Harto de esperar a sus compañeros, corrió a la ciudad y
comenzó a golpear todas las puertas diciendo a gritos:
—¡No nos hicimos a la mar para buscar
mujeres! ¿Acaso habéis olvidado el vellocino de oro?
Conscientes de que debían continuar su
viaje, los argonautas abandonaron Lemnos, pero lo hicieron a regañadientes,
pues nada les habría gustado tanto como seguir gozando de los cálidos besos y
las suaves caricias de las mujeres de la isla. Sin embargo, algo de aquellos
hombres quedó en Lemnos. Casi todas las mujeres habían quedado embarazadas, y
muchas de ellas llevaban en su vientre un hijo varón. La propia Hipsípila daría
a luz unos gemelos, que heredaron el rubio cabello de su padre y que siempre se
sintieron orgullosos de descender del heroico Jasón.
LA ISLA DE LOS OSOS
Tras dejar Lemnos, los argonautas
atravesaron el Helesponto, el estrecho brazo de mar en cuyo fondo reposaban los
restos de Hele. El agua se retorcía allí en bullentes remolinos, pero los
viajeros lograron alcanzar a salvo el mar de Mármara y pudieron recalar en la
isla de los Osos para procurarse víveres. El azar quiso que Cícico, el joven
rey de la isla, estuviese celebrando aquel día sus bodas con Clite, la de
hermosas trenzas, así que los argonautas fueron invitados al espléndido
banquete nupcial.
Mientras sus compañeros gozaban de la
fiesta, Hércules, Atalanta y otros dos argonautas permanecieron a bordo
haciendo guardia. Y fue una suerte que estuvieran alerta, pues, de pronto, una
horda de gigantes salvajes descendió desde las colinas de la isla. Eran
monstruos descomunales hijos de Gea, la diosa de la Tierra, y tenían cabeza de
oso, seis brazos y un espeso pelaje negro. Al llegar a la ciudad, comenzaron a
arrojar grandes peñascos contra sus habitantes, pero Hércules, Atalanta y sus
dos compañeros lograron acabar con el peligro. Tomaron sus arcos y comenzaron a
disparar flechas, y lo hicieron con tanta puntería que no quedó un solo gigante
con vida. Cícico y su esposa no sabían cómo agradecerles a los argonautas que
los hubieran liberado de aquel terrible peligro.
Al día siguiente, acabado el banquete, el
Argo zarpó hacia el Bósforo. Pero, al poco de partir, se levantó un fuerte
viento que hizo girar el barco lo arrastró hasta una playa desconocida. Llovía
con tanta intensidad que Jasón ordenó varar la nave. Entre las sombras de la
noche, los argonautas saltaron a tierra y se cobijaron bajo unos árboles. Pero
los habitantes de aquel lugar los tomaron por unos invasores y corrieron a
atacarlos con sus lanzas. La lucha fue atroz, y los guerreros cayeron por
cientos entre los oscuros matorrales. Jasón entabló una lucha singular con el
capitán del ejército contrario y le atravesó el pecho con su lanza. Y al fin,
después de tanta sangre derramada, los argonautas vencieron a sus enemigos.
Pero al amanecer se impuso la terrible
verdad. El lugar donde los argonautas habían desembarcado era la propia isla de
los Osos, de la que habían partido el día anterior. Sin que se dieran cuenta,
habían regresado a su punto de partida, así que los hombres a los que habían
dado muerte eran los mismos con los que unas horas antes habían compartido la
felicidad del banquete de bodas. Cuando Jasón vio que había matado a Cícico,
sus ojos se deshicieron en llanto.
La hermosa Clite, recién casada pero ya
viuda, no pudo soportar la pérdida de su esposo, y siguió al rey en la muerte
como lo había seguido en la dicha: aquel mismo día se quitó la vida ahorcándose
en su cámara nupcial. Las ninfas de los bosques lamentaron tanto aquella
desgracia que hicieron crecer un manantial con sus lágrimas. Pero quienes más
sufrieron fueron los argonautas, que gimieron y se mesaron los cabellos sin
cesar en los tres días que duraron los funerales por los reyes.
HILAS Y LAS NINFAS DEL ESTANQUE
Cuando zarparon por segunda vez de la isla
de los Osos, los argonautas iban cabizbajos y afligidos. Y, como si la
naturaleza quisiera acompañarlos en su desánimo, el viento dejó de soplar, por
lo que la tripulación tuvo que empuñar los remos. Hércules pensó entonces que
una competición levantaría el ánimo de sus compañeros, así que gritó:
—¡Veamos quién aguanta más tiempo remando
sin parar!
Entusiasmados con la propuesta, los
argonautas arquearon la espalda y comenzaron a remar con todas sus fuerzas.
Pero, uno tras otro, fueron dejando la competición, vencidos por el cansancio.
Al final, sólo quedaron Jasón y Hércules, y ninguno de los dos parecía
dispuesto a rendirse. La tensión endurecía sus músculos, y sus sienes
palpitaban con fuerza mientras sus fornidos brazos impulsaban la nave a gran velocidad.
Parecía que nunca iban a cansarse, pero al cabo Jasón no pudo más y se desmayó
a causa de la fatiga. Sin embargo, no fue derrotado, pues, en aquel mismo
instante, el remo de Hércules se rompió con un gran estruendo. El musculoso
héroe perdió el equilibrio y cayó de costado al suelo. Al oír las risas de
algunos compañeros, Hércules se sintió tan ridículo que los amenazó.
—El próximo que se ría —dijo—, se
arrepentirá de haberlo hecho.
El caso es que la competición logró
disipar la tristeza de los argonautas. En el horizonte asomó la línea de la
costa y Jasón mandó tomar tierra. Mientras algunos hombres buscaban un arroyo
donde llenar sus cántaros, Hércules arrancó de raíz un robusto pino para
fabricarse un remo nuevo.
—¡Hilas, Hilas! —gritó entonces, pues
quería que su fraternal compañero le ayudase a pulir el tronco del árbol.
Hilas era un joven de cuerpo grácil y
hermoso rostro que contaba con el aprecio de todos los argonautas. Cargaba con
las armas de Hércules y le ayudaba en todo con ejemplar lealtad. Pero aquel día
no respondió a la llamada de su amigo. Durante muchas horas, Hércules buscó a
Hilas por todos lados sin que el joven diera señales de vida. ¿Lo habrían
devorado las fieras? El único rastro que apareció de él fue su cántaro de
bronce, que se hallaba junto a un estanque.
Al amanecer del día siguiente, se levantó
un viento favorable, y Jasón dio la orden de zarpar. Ya en alta mar, los
argonautas advirtieron que Hércules e Hilas no estaban a bordo, y comenzaron a
reñir, pues todos culpaban a los demás por haber dejado en tierra a sus mejores
compañeros. Jasón ordenó dar media vuelta, pero justo entonces ocurrió algo que
le hizo cambiar de planes. Desde el fondo del mar, emergió una figura con
cabeza de hombre y cuerpo de pez que llevaba una barba verdosa. Era Glauco,
mensajero de Poseidón, el dios del mar, y, nadando ante el barco, gritó:
—¡No temáis por vuestros compañeros,
porque el destino los favorece! Hércules ha partido hacia Micenas para terminar
sus doce trabajos, que le darán fama eterna en toda Grecia. En
cuanto a Hilas, escuchad y sabréis que le ocurrió. Cuando se acercó al estanque
para llenar su cántaro, las ninfas que danzaban en el agua quedaron prendadas
de su belleza, así que envolvieron con sus ágiles brazos y lo arrastraron bajo
las aguas con dulces muestras de amor. Al principio, Hilas se resistió, pero al
final se dejó besar por las ninfas, y ahora vive feliz a su lado, en el fondo
del agua.
Y, sin decir nada más, Glauco se sumergió
de nuevo bajo las olas, tras haber serenado a los argonautas con sus amables
explicaciones.
LOS PUÑOS DE ÁMICO
En el país de Bitinia vivía el pueblo de
los bébrices, que tenían por rey a un hijo del dios Poseidón. Se llamaba Ámico
y era un hombre fornido, de imponente estatura, negra barba, rizado cabello y
modales salvajes. Cuando los argonautas desembarcaron en Bitinia, Ámico les
dijo:
—Nadie pasa por mi reino sin probar la
fuerza de mis puños, así que elegid al mejor de entre todos vosotros para que
se enfrente conmigo o, de lo contrario, seréis castigados con dureza.
Ámico era experto en el pugilato. Sus
puños poseían una fuerza letal, y un golpe suyo bastaba para derribar a un
buey. Hasta entonces, nadie había logrado derrotarle, pero los argonautas no se
asustaron. Pólux, que había participado en los Juegos Olímpicos y contaba por
victorias todos sus combates, se acercó a Jasón y le dijo:
—Yo me ofrezco a luchar contra Ámico.
Así que los partidarios de Pólux y los de
Ámico formaron un corro alrededor de los dos combatientes, que ofrecían un
aspecto muy distinto: mientras que el rey de los bébrices era alto y robusto,
Pólux era menudo, aunque hermoso como un rayo de sol. Ámico se enrolló las
manos con unas cintas provistas de clavos, mientras que Pólux se limitó a
protegérselas con las tiras de cuero que solían usarse en el pugilato. Pólux
empezó a moverse alrededor de Ámico con gran agilidad. Esquivaba todos sus
golpes y de vez en cuando le asestaba al rey un certero puñetazo en el estómago
o la boca. Pero también Ámico golpeaba, y llegó un punto en que los puñetazos
de los dos rivales sonaban con tanta frecuencia como el martillo en la fragua.
Los dientes rechinaban y las caras de los dos luchadores quedaron empapadas de
sangre. Ninguno parecía dispuesto a rendirse, así que el combate permaneció
indeciso durante mucho tiempo. Pero, de pronto, Ámico bajó la guardia y Pólux
aprovechó la ocasión: se abalanzó sobre su adversario y le golpeó la sien con
fuerza brutal. La cabeza del rey sonó como un saco de huesos rotos: Ámico se
desplomó y dejó escapar su último aliento.
No había duda: Pólux había vencido el
combate.
Mientras los argonautas aclamaban a su
campeón, los bébrices empezaron a proferir alaridos de rabia. ¡Habían matado a
su rey! Blandiendo su espadas, corrieron enloquecidos hacia Pólux y sus amigos.
Pero los griegos supieron defenderse: mataron a buena parte de sus rivales, y
los pocos bébrices que sobrevivieron huyeron tierra adentro como cobardes
ovejas.
Sin embargo, Jasón temía las consecuencias
de aquella victoria. Al volver al Argo, se apostó ante el mascarón de proa y le
preguntó a Hera qué debían hacer.
—Poseidón se enfurecerá por la muerte de
su hijo —dijo el oráculo— así que sacrificadle los veinte mejores toros de
Ámico. Eso calmará su ira.
Jasón celebró el sacrificio y luego se
hizo a la mar. Y el viento de aquel día resultó tan favorable que nadie tuvo
dudas de que la furia de Poseidón se había aplacado.
EL CIEGO FINEO Y LAS HARPÍAS
Hubo una vez un rey que adivinaba el
futuro. Se llamaba Fineo y reinaba en Salmideso. Pero Zeus se enojó con él
porque les revelaba a los hombres todas las intenciones de los dioses, y lo
castigó con la ceguera y con una vejez prematura. Por si fuera poco, cada vez
que Finco se sentaba a comer, aparecían tres harpías, monstruos alados con
cabeza de anciana y afiladas garras de águila, que se abalanzaban sobre el rey
y le arrebataban los alimentos con sus picos. De modo que Fineo tenía que
alimentarse de las repugnantes sobras que dejaban aquellas bestias inmundas.
Cuando el Argo arribó a Salmideso, el rey
salió de su palacio tanteando las paredes para recibir a los viajeros, pero su
cuerpo escuálido se desplomó en mitad del camino. Jasón acudió a levantar al
rey, quien le suplicó:
—Líbrame de las harpías y te revelaré los
peligros que os esperan en vuestro viaje.
Jasón no supo qué contestar. Si ayudaba a
Fineo, los dioses se malquistarían con él. Pero aquel anciano cubierto de mugre
le produjo tanta piedad que respondió que le ayudaría, así que Fineo besó las
manos de Jasón y lo acogió con hospitalidad en su palacio. Los criados del rey
sirvieron una espléndida comida para sus huéspedes. Pero, cuando Fineo se
llevaba el primer bocado a los labios, las harpías entraron a gran velocidad
por las puertas y ventanas del palacio y se precipitaron sobre el rey. Y, tras
revolver las viandas y defecar sobre ellas, se marcharon graznando por donde
habían venido.
Pero aquella vez las harpías tuvieron su
castigo, merced a los argonautas Calais y Zetes, que eran hijos de Bóreas, el
viento del norte, y llevaban alas en la espalda. Los dos hermanos se levantaron
de un salto blandiendo sus espadas, echaron a volar tras las harpías y las
persiguieron igual que perro al jabalí. Al fin, las atraparon, pero, cuando
iban a darles muerte apareció la rápida Iris, mensajera de los dioses, y les
advirtió:
—Deteneos, pues no os está permitido
acabar con las harpías. Pero os juro que nunca más volverán a atormentar a
Fineo.
Iris cumplió su palabra, ya que desterró a
las harpías a una oscura cueva de Creta. Y Fineo quedó tan agradecido que contó
a los argonautas todos los peligros que los acecharían en su camino hacia la
Cólquide. Sin embargo, no les reveló si conseguirían el vellocino de oro, pues
de pronto sintió miedo a que Zeus volviese a castigarle por descubrirles a los
hombres su futuro.
LAS ROCAS SIMPLÉGADES
Al poco de zarpar de Salmideso, el Argo se
acercó al estrecho del Bósforo, que estaba flanqueado por dos enormes rocas.
Eran las Simplégades, imponentes colosos de piedra que vagaban sobre el agua
como barcos a la deriva. Siempre que un navío trataba de pasar entre ellas, las
dos rocas se acercaban una a la otra y chocaban como címbalos gigantescos, con
lo que nada podía evitar la muerte de toda la tripulación. Sin embargo, gracias
a Fineo, los argonautas sabían lo que tenían que hacer para atravesar el
Bósforo. Al llegar frente a las Simplégades, uno de ellos, que se llamaba
Eufemo, soltó una paloma blanca, que voló a gran velocidad por entre las dos
rocas. Las Simplégades se acercaron entre sí para atraparla, pero la paloma fue
tan rápida que escapó ilesa, y no perdió más que las pocas plumas de la cola.
Fineo le había dicho a Jasón:
—Si la paloma consigue pasar entre las Simplégades, es que los dioses quieren ayudaros: esforzaos con los remos y lograréis atravesar el estrecho. De manera que Jasón les gritó a los suyos:
—Si la paloma consigue pasar entre las Simplégades, es que los dioses quieren ayudaros: esforzaos con los remos y lograréis atravesar el estrecho. De manera que Jasón les gritó a los suyos:
—¡Remad con todas vuestras fuerzas!
Los héroes obedecieron, y el barco comenzó
a avanzar a gran velocidad. La muerte pendía sobre las cabezas de los argonautas,
pero el miedo les ayudaba, porque les hacía remar con más fuerza que nunca. Las
Simplégades se acercaron una a la otra, y se movían con tanta
rapidez que los argonautas
pensaron que iban a morir sin remedio.
Pero de repente sucedió algo prodigioso. Desde
la popa del barco, se levantó una ola enorme. Los argonautas
agacharon la cabeza, pero la ola no cayó sobre la cubierta, sino que levantó la
nave desde atrás y la empujó con tanta fuerza que la hizo pasar entre las
Simplégades en menos de lo que dura un suspiro. La diosa Atenea había levantado
aquel golpe de mar para que los argonautas salvasen la vida. Y desde aquel
momento, por voluntad divina, las Simplégades dejaron de errar sobre el agua y
se convirtieron en dos islotes arraigados al fondo del mar.
Pero no todo fueron motivos de felicidad
en aquellos días, pues dos de los argonautas murieron en pocas horas. El
adivino Idmo pereció atravesado por los colmillos de un jabalí, y a Tifis, el
timonel, se lo llevó una extraña enfermedad. Para colmo de males, en la isla de
Ares, los viajeros fueron atacados por unas extrañas aves que volaban ante el
sol formando un negro nubarrón. Tenían las alas, el pico y las garras de metal,
proferían un terrible griterío y dejaban caer sobre los viajeros sus negras plumas
de bronce que eran afiladas como puñales y desgarraban la carne. Temiendo por
su vida, los argonautas se escondieron bajo sus escudos, pero aquellos pájaros
fatídicos siguieron volando sobre sus cabezas durante muchas horas, sin dejar
de irradiar sus terribles plumas. De pronto, Jasón se acordó de Hércules. ¡Sí,
el héroe de Tebas ya se había enfrentado a aquellas aves, y había logrado
desterrarlas del lago Estínfalo espantándolos con un ruido atronador! Entonces
Jasón les ordenó a los suyos:
—¡Golpead los escudos con las lanzas!
Los argonautas obedecieron, y el estruendo
fue tan grande que la bandada se alejó aterrada como la paloma ante el halcón.
Entonces los argonautas corrieron de nuevo hacia la nave y zarparon a toda
prisa, dando gracias a los dioses por haberlos librado una vez más de la muerte.
MEDEA
Tras más de tres meses de navegación, los
argonautas llegaron por fin a la Cólquide, donde se hallaba el vellocino de
oro. Jasón quería conquistarlo sin recurrir a las armas, así que se dirigió al
palacio del rey Eetes para confesarle sin más sus intenciones. El rey no estaba
dispuesto a perder el vellocino, pero disimuló su enojo porque sabía que Jasón
contaba con la bendición de Hera y Atenea. Si se oponía a aquel griego
intrépido Eetes sufriría la ira de las dos diosas, de modo que decidió cederle
a Jasón el vellocino, pero con unas condiciones que no pudiese cumplir.
—Para llevarte el vellocino —le advirtió—,
tendrás que superar una prueba. Cerca de aquí, en la llanura de Ares, hay una
cueva donde habita una pareja de toros salvajes. Son fieras terribles, que
tienen las patas de bronce y despiden llamaradas de fuego por los ollares.
Tendrás que uncir a los toros a un arado de hierro, labrar con ellos un campo
pedregoso y sembrar los surcos con unos dientes de dragón. De los dientes
nacerán unos guerreros revestidos con armaduras de bronce, a los que habrás de
exterminar. Y tendrás que hacerlo todo en el curso de un solo día, antes de que
se ponga el sol.
La prueba parecía insuperable, pero Jasón
estaba dispuesto a hacer lo que fuese con tal de conseguir el vellocino de oro.
Eetes se reía para sus adentros, pensando que aquel joven temerario moriría en
su intento de domar a los toros. Sin embargo, Hera lo había previsto todo para
que Jasón pudiera salirse con la suya. Antes de que el héroe llegase a la Cólquide,
Hera había acudido en busca de Afrodita, que era la diosa del amor, para
pedirle ayuda. Y Afrodita le había ordenado a su hijo Eros:_ Irás al palacio de
Eetes y harás que Medea se enamore de Jasón.
Medea era la hija del rey Eetes. Tenía
dieciséis años, era tan hermosa como un cielo plagado de estrellas, dominaba la
magia y conocía pócimas capaces de detener el curso de los ríos y de alterar la
posición de los astros. El día en que Jasón llegó al palacio de Eetes, Medea
estaba sentada tras el trono de su padre, y miraba con timidez y curiosidad al
forastero. Entonces Eros entró en el palacio envuelto en una neblina que lo
volvía invisible y atravesó el corazón de Medea con una de sus flechas de amor.
La joven se ruborizó y sintió latir su corazón con más fuerza que nunca: de
pronto, Jasón le pareció el hombre más apuesto y amable del mundo. Ninguno de
los jóvenes de la Cólquide podía comparársele en belleza y gallardía.
Aquella noche, Medea no logró dormir,
porque no hacía más que pensar en Jasón. Incluso lloraba por él, pues temía que
muriera embestido por los toros salvajes. Quería ayudarle, pero sabía que su
padre no le perdonaría que lo hiciese, así que su corazón se debatía entre el
temor y el deseo.
Pero al fin el amor fue más fuerte que el
deber. Medea se levantó de su lecho, se cubrió el rostro con un velo, salió del
palacio y dejó atrás las murallas de la ciudad. Oculta por la noche, llegó
hasta Jasón, quien la reconoció de inmediato. Cuando la luz de la luna iluminó
el delicado rostro de Medea, Jasón pensó que nunca había visto una mujer tan
hermosa.
—He venido a ayudarte —dijo Medea, y sacó
de entre sus ropas un pequeño frasco con una pócima del color del azafrán.
Jasón miró a Medea con los ojos llenos de
gratitud. Sabía que la joven dominaba la magia, pero no esperaba que ella
quisiera ayudarle.
—Unta tu cuerpo y tus armas con este
bálsamo —dijo Medea— y te volverás inmune a los golpes de los toros y a las
llamas que despiden sus ollares. Y cuando los guerreros surjan de los dientes
sembrados en la tierra, arroja una piedra entre ellos y luego espera a que el
destino siga su curso.
Así dijo, y las lágrimas corrieron por sus
mejillas. Le dolía traicionar a su padre, pero el amor era más fuerte que sus
obligaciones de hija.
—No llores, princesa —la consoló Jasón con
dulzura de enamorado—. Si lo deseas, puedes venirte conmigo a Grecia. Tu ayuda
será reconocida en nuestra patria y tu nombre será honrado por todos los
griegos.
Al oír aquello, Medea se sintió inundada
de felicidad, pero la fuerza misma de su alegría le impidió responder. Sin
embargo, sus ojos lo decían todo: estaba tan enamorada, que le habría entregado
el alma a Jasón si él se la hubiera pedido.
EN LA LLANURA DE ARES
Al día siguiente al caer la noche, Jasón
sacrificó una oveja a la diosa Hécate para que le ayudase en su prueba. Luego,
embadurnó su cuerpo y sus armas con el mágico bálsamo que le había ofrecido
Medea y al instante notó que sus músculos se fortalecían y que su corazón se
llenaba de coraje. Así que, nada más llegar el alba, blandió con fuerza su
lanza, su escudo y su espada y acudió con paso decidido a la llanura de Ares,
donde se había congregado una muchedumbre para verle.
Los bramidos de los dos toros resonaban en
una cueva cercana y el yugo de bronce y el arado de hierro estaban listos para
ser enganchados al cuello de las bestias. Para sorpresa de todos, Jasón se
deshizo de su espada y de su lanza, se desnudó de cintura para arriba y se
dirigió hacia la cueva de los toros sin más defensa que su escudo. Al notar la
cercanía del héroe, los animales salieron rabiosos de la cueva, dispuestos a
embestir. Pero, aunque las dos fieras exhalaban enormes llamaradas y pisoteaban
el terreno con sus recias pezuñas de bronce, Jasón no se arredró. El ungüento
que le cubría el cuerpo lo había vuelto invulnerable al fuego y le daba una
fuerza desmedida. Sin vacilar un instante, agarró a uno de los toros por los
cuernos, lo levantó sobre su propio cuerpo y lo volvió a soltar dejándolo patas
arriba. Y la misma suerte corrió el segundo animal, al que Jasón le hizo morder
el polvo forzándolo a arrodillarse. Los toros forcejearon hasta la extenuación,
pero todo fue inútil: Jasón logró ponerles el yugo en sus encorvados cuellos y
engancharlos al arado.
La llanura de Ares era un terreno pedregoso
que no había sido cultivado en mucho tiempo, pero, tras ararlo durante toda una
mañana, quedó lleno de surcos largos y profundos. Acabado el trabajo, Jasón
liberó a los toros, que regresaron a su caverna con la cabeza gacha, y le pidió
a Eetes los dientes de dragón que debía sembrar. Cuando el rey se los entregó,
Jasón se los echó en el casco y los fue hundiendo en la tierra con cuidado.
Entonces el suelo comenzó a palpitar como un ser vivo, se resquebrajó
violentamente y dejó escapar un ejército de guerreros armados con lanzas y
escudos. Nada más nacer, los soldados se dirigieron contra Jasón, quien recordó
entonces las palabras de Medea: «Arroja una piedra entre los guerreros y luego
espera a que el destino siga su curso». De modo que Jasón lanzó la piedra. Y lo
que sucedió fue que los soldados quedaron tan confundidos con el estruendo que
empezaron a batallar entre sí, y lo hicieron con tanta ferocidad que acabaron
por matarse los unos a los otros. Pero sus cadáveres no permanecieron mucho
tiempo a la intemperie, porque la tierra los cubrió enseguida e hizo crecer la
hierba sobre sus huesos.
Cuando vieron que Jasón había superado la
prueba, los argonautas prorrumpieron en vítores. En cambio, Eetes se sintió tan
disgustado que apenas pudo reprimir su ira.
—Mañana tendrás tu recompensa —le dijo a
Jasón apretando con fuerza los dientes.
Pero la recompensa que pensaba entregarle
no era el vellocino de oro. Movido por la cólera, Eetes había urdido un plan
terrible: a la mañana siguiente cuando despuntara el alba, quemaría el Argo y
asesinaría a todos los argonautas.
LA CONQUISTA DEL VELLOCINO
Aquella noche, Medea no logró conciliar el
sueño. ¿Qué pasaría cuando su padre supiera que había ayudado a Jasón? Temerosa
del rey, la muchacha escapó de su cuarto a todo correr y acudió a la playa en
busca de Jasón. Con los ojos llenos de lágrimas, se arrodilló ante el héroe y
le imploró:
—¡Llévame contigo y te ayudaré a conseguir
el vellocino de oro!
Jasón alzó gentilmente a Medea, tomó sus
manos y le dijo con dulzura: —Si me ayudas a conquistar el vellocino, te haré
mi esposa. Hera es testigo de este juramento que te hago.
De modo que, sin perder un instante, Medea
condujo a Jasón hasta el bosque sagrado donde se hallaba el vellocino. Colgado
de un árbol, el vellón resplandecía como un espejo frente al sol, e inundaba de
luz el bosque entero. Jasón y Medea avanzaron con sigilo sobre la hierba, pero
la serpiente que vigilaba el árbol los oyó, se irguió sobre su cuerpo de
gigantescas escamas, abrió sus poderosas fauces venenosas y lanzó un horroroso
silbido. Jasón desenvainó su espada, pero Medea le dijo:
—No le hagas nada.
Inesperadamente, la joven comenzó a
cantar, y lo hizo con una voz tan dulce que la serpiente quedó hechizada. Con
sus ojos insomnes fijos en la muchacha, el animal bajó la cabeza poco a poco y
comenzó a relajar los músculos de su cuerpo anillado. Entonces Medea mojó una
rama en una pócima que llevaba consigo y comenzó a agitarla ante la serpiente,
para dejarla rociada, y el animal se durmió al instante bajo el influjo de
aquel poderoso narcótico.
—¡Ahora puedes coger el vellocino! —dijo
entonces Medea.
Con sus ágiles pies, Jasón corrió hacia el
árbol, pasó sobre la serpiente y agarró el deslumbrante vellocino de oro.
—¡Apresúrate! —gritó Medea—. Debemos irnos
antes de que mi padre nos descubra.
Jasón se echó el vellocino sobre el hombro
izquierdo, tomó de la mano a Medea y echó a correr hacia la playa, donde le
esperaban los argonautas. Empezaba a despuntar el alba, y los jóvenes
compañeros de Jasón gritaron de júbilo al ver el vellocino, que resplandecía
como los rayos de Zeus. Todos quisieron tocarlo, pero la felicidad se borró de
pronto de sus rostros cuando vieron que desde la ciudad llegaba el rumor de un
ejército que avanzaba alumbrándose con antorchas.
—¡Los soldados de Eetes vienen a por
nosotros! —exclamó Jasón— ¡Hay que zarpar cuanto antes!
Así que blandió su espada y cortó las
cuerdas que mantenían al Argo anclado a tierra firme. Y la nave comenzó a
surcar las aguas bajo los primeros rayos del sol.
LA PERSECUCIÓN
Cuando el soberbio Eetes descubrió que el
vellocino de oro había desaparecido y que Jasón se había llevado a su hija, su
cólera fue mayor que nunca. Decidido a atrapar a los argonautas, reunió a toda
su flota, y pronto sus barcos cubrieron el mar, tan numerosos como las olas que
levanta una tempestad.
—Debemos buscar otra ruta para volver a
Grecia —dijo Jasón con inquietud cuando vio la enorme flota que les iba a la zaga—.
Hay que adentrarse por el río Istro, por el que los sabios dicen que se puede
llegar a nuestra patria sin pasar por el mar .
Justo entonces, una estrella fugaz se
iluminó en el cielo como una llamarada y dejó una brillante estela en el
firmamento antes de hundirse en el horizonte.
—Hera nos indica el camino —dijo Jasón,
consciente de que aquella estrella fugaz era una señal divina.
Así que los argonautas siguieron la estela
y se adentraron por el estuario del caudaloso curso del río Istro, que era el brazo
superior del Océano.
Poco a poco, una espesa niebla cayó sobre
el mar, con lo que la mayor parte de los barcos de Eetes comenzaron a
desorientarse y perdieron la pista del Argo. Pero Apsirto, que era
hermano de Medea, no cesó en su persecución y llegó incluso a adelantar al
barco de los argonautas. Cuando Jasón vio que la nave de Apsirto se hallaba
apostada ante el Argo, comprendió que no había escapatoria posible. Entonces
tomó a Medea de la mano, la llevó a la popa del barco y le dijo:
—No tengo más remedio que devolverte a tu
hermano. Somos muy pocos para vencer a las huestes de tu padre.
Al oír aquello, Medea se volvió furiosa.
—¡Oh, qué falsas fueron tus promesas!
—exclamó—. ¿Acaso no te he ayudado a conquistar el vellón que tanto ansiabas?
¡Me prometiste que sería tu esposa, y ahora quieres abandonarme! ¡Ya veo que
eres un hombre sin palabra! ¿Acaso no conoces la piedad? Pero prefiero que me
mates ahora mismo con el filo de tu espada antes que volver a la patria que he
traicionado por ti.
La cólera de Medea parecía implacable,
pero Jasón logró aliviarla con dulces palabras, y entonces Medea trazó un plan.
—Yo hablaré con Apsirto —dijo—. Le diré
que quiero proponerle un pacto, lo agasajaré con regalos y luego...
Aquel mismo día, el Argo desembarcó en la
isla de Artemisa, y Medea dispersó por el aire unas drogas con las que logró
atraer a su hermano. Cuando Apsirto llegó, Medea pidió hablar con él a solas y
se lo llevó al templo de Artemisa. Una vez allí, le entregó múltiples regalos,
entre ellos una túnica violeta confeccionada por las tres Gracias . Y luego le
dijo con tramposas palabras:
—Tienes que ayudarme, Apsirto. Jasón me ha
raptado y pretende llevarme a Grecia contra mi voluntad...
Entonces Medea hizo una señal y Jasón, que
estaba al acecho, saltó desde su emboscada con la espada en alto y le asestó a
Apsirto un golpe mortal. La sangre salpicó el velo plateado y la túnica blanca
de Medea.
Luego, Jasón y Medea corrieron hacia los
argonautas, quienes, al ver la antorcha que Medea agitaba en mitad de la noche,
salieron del Argo y abordaron el barco de Apsirto, donde todos estaban
desprevenidos. Igual que el halcón se abalanza sobre la paloma, los argonautas
aniquilaron a toda la tripulación enemiga y luego volvieron a los remos del
Argo.
Cuando los hombres de Eetes se percataron
del fin de Apsirto, se apresuraron a buscar a los argonautas, pero Hera los
contuvo lanzando desde el cielo una interminable sucesión de rayos cegadores,
así que el Argo consiguió escapar y se libró para siempre de los guerreros de
Eetes.
LA IRA DE ZEUS
De camino a Grecia, los argonautas fueron
muy bien acogidos por los feacios, en cuyo reino Jasón se casó con Medea. Pero
a la felicidad de la boda siguió la ira de Zeus. Enfurecido por el asesinato de
Apsirto, el padre de los dioses castigó a los argonautas con un sinfín de
violentas tempestades. Durante días, una negra niebla rodeó el Argo, que acabó
derivando hacia extraños países muy alejados de Grecia. Un día, la nave costeó
la isla de las Sirenas, y al oír el canto cautivador de aquellas mágicas
criaturas, el argonauta Butes deseó gozar de su amor, así que saltó al agua y
pereció ahogado. Más tarde, varios argonautas estuvieron a punto de morir
devorados por los monstruos Escila y Caribdis, que flanqueaban un peligroso
estrecho. Y, a los pocos días, el Argo fue empujado por la marea tierra
adentro, y quedó encallado en los desiertos de Libia de modo que los argonautas
tuvieron que echarse el barco sobre sus recios hombros y caminar sobre la arena
durante doce días bajo un sol que abrasaba la piel.
Cuando por fin encontraron el mar y
pudieron navegar de nuevo, los argonautas se quedaron sin agua y temieron morir
de sed. Pero un día, perdida ya toda esperanza, avistaron la costa de Creta.
Sin embargo, no les fue fácil abordarla, pues la isla estaba vigilada a todas
horas por el titán Talos, un fiero gigante de bronce que impedía que se
acercaran los forasteros. Al ver el Argo, Talos comenzó a arrojar enormes rocas
para hundirlo, y estuvo a punto de lograrlo varias veces.
Sin embargo, aquel gigante tenía un punto
débil. Por uno de sus talones pasaba una vena por la que discurría toda su
sangre. Cuando Medea lo supo, dijo con firmeza:
—Yo abatiré a ese gigante.
Y entonces, con los ojos llenos de ira,
dirigió horribles miradas contra Talos, y por medio de un hechizo, le
transmitió horrendas alucinaciones. Aterrado por sus propios ensueños, el
gigante descuidó el Argo, que se le acercó poco a poco hasta pasar por debajo de
sus piernas. Y, cuando el tobillo de Talos estuvo al alcance de Medea, la joven
le rozó el talón con el filo de una piedra y rompió la vena que lo hacía
vulnerable. Como el agua de una presa que se rompe, la sangre comenzó a manar
con fuerza brutal, tan caliente y espesa como plomo derretido. Talos comenzó a
balancearse y, tras lanzar un grito ensordecedor, se derrumbó con gran
estrépito. Entonces, los argonautas pudieron tomar tierra y proveerse de agua
en los arroyos de Creta. Aquella noche durmieron en la isla, debajo de unos
árboles y, cuando la rosada Aurora asomó de nuevo por Oriente, se hicieron otra
vez a la mar camino de su patria.
EL REGRESO DEL ARGO
Sin que les sucediera ninguna nueva aventura, los argonautas pisaron por fin las tierras de Grecia. cuando sus amigos los vieron, les costó mucho reconocerlos, pues los héroes habían perdido la lozanía de la juventud a fuerza de sufrir tantas penalidades. Jasón acudió de inmediato a ver a su tío Pelias, que seguía ocupando el trono de Yolco, y le lanzó a los pies el vellocino de oro.
—Ahora ya he
demostrado mi valor —dijo—, así que cumple lo que prometiste y entrégame el
trono de Yolco.
Al oír
aquellas palabras, el rey enrojeció de ira. Pese a su promesa, no estaba
dispuesto a abdicar, sino que respondió con el ceño fruncido:
—Márchate de
esta ciudad ahora mismo u ordenaré mataros a ti y a todos tus compañeros.
Jasón sintió
que todas sus vicisitudes habían sido inútiles. Abandonó el palacio
encolerizado, pero Medea lo calmó diciéndole:
—No sufras,
Jasón, que yo me vengaré por ti.
Aquella noche,
bajo la blanca luz de la luna llena, Medea se dirigió al palacio real ataviada
con su túnica de sacerdotisa de Hécate, la poderosa diosa de la brujería, y
pidió ver a Pelias. Cuando el rey la recibió, le dijo:
—Señor, yo soy
sacerdotisa de la diosa Hécate y poseo el don de transformar la vejez en
juventud. Si queréis, puedo devolveros la fuerza y la agilidad que tuvisteis
antaño.
No había nada
que Pelias anhelase tanto como recobrar su juventud, pues los achaques de la
vejez le hacían sentir muy desgraciado. Pero, como desconfiaba de aquella
hermosa forastera, le pidió una prueba de su magia.
Entonces Medea
se dirigió a las tres hijas de Pelias, que estaban junto a su padre, y les dijo
que preparasen un caldero de agua hirviendo y le llevaran un carnero viejo.
Medea echó el carnero en el agua junto con algunas hierbas mágicas, tapó el
caldero y, para sorpresa de todos, cuando al cabo de un rato lo volvió a
destapar, apareció un cordero juguetón que corría, saltaba y balaba sin
descanso.
—No hay duda
de que tu magia es poderosa —dijo Pelias.
La prueba
había disipado todos sus recelos. Deseoso de recobrar la juventud como el
carnero, el rey se tumbó en su lecho y dejó que Medea le hechizara hasta
dejarlo dormido. Pero, antes, les ordenó a sus tres hijas:
—Ayudad a esta
maga en todo lo que os pida.
Medea preparó
un caldero en el que introdujo a Pelias dejándolo convertido para siempre en un
niño. Su mente nunca más discurriría como la de un adulto.
Al ver las
hijas lo sucedido, comprendieron lo que había pasado y emprendieron la huida.
Medea subió a
toda prisa a la torre principal del palacio y encendió una antorcha: era la
señal que indicaba que el rey ya no era un peligro. Cuando Jasón la vio,
irrumpió con los argonautas en el palacio real y ocupó la sala del trono.
Sin embargo,
Jasón no pasó más que unas pocas horas en el trono de Yolco. Comprendió que los
habitantes de aquella ciudad no aceptarían a un rey que se había hecho con el
poder utilizando la magia negra, de modo que cedió el trono al hijo de Pelias,
aquel muchacho llamado Acasto que le había acompañado en su viaje a la
Cólquide.
LA MUERTE DE JASÓN
Tras dejar el
trono de Yolco en manos de Acasto, Jasón se dirigió a Corinto, donde depositó
el vellocino de oro en el templo de Zeus. En su nueva ciudad, el héroe pasó
diez años de felicidad junto a Medea, que le dio dos hijos. Pero Jasón ansiaba
el poder, así que decidió abandonar a su esposa para casarse con la hija del
rey de Corinto, que era una hermosa joven llamada Creúsa. De esa manera, algún
día reinaría en la ciudad.
Sin embargo, los planes de Jasón tuvieron
unas consecuencias desastrosas. Al sentirse traicionada, Medea concibió una
venganza cruel. Le envió a Creúsa un vestido de novia como regalo de bodas, y,
cuando la joven se lo probó, sus venas quedaron inundadas por un fuego
abrasador, pues el vestido estaba envenenado con una droga mágica. Así que
Creúsa murió en medio de terribles dolores. Pero Medea no se dio por satisfecha
con aquella atrocidad sino que asesinó a los dos hijos que había tenido con
Jasón para que el héroe sufriese lo más posible. Y, tras llevar a cabo tantos
crímenes, montó en el carro volador de su abuelo Helio y huyó por los aires sin
despedirse de nadie. Y nunca más se supo de ella .
Medea no se había equivocado, pues a Jasón
le desgarró el dolor cuando vio los cuerpos muertos de sus dos hijos. Tratando
de superar aquella terrible desgracia, abandonó Corinto y volvió por un tiempo
a Yolco, donde ya los padres contaban a sus hijos la historia de aquel héroe
llamado Jasón que había logrado hacerse con el vellocino de oro. Un día, Jasón
acudió al puerto de Págasas para ver de nuevo el Argo, que se estaba pudriendo
a la orilla del mar, y se sentó a la sombra del mascarón de proa, que
representaba a Hera. Al arrullo de las olas, Jasón recordó con nostalgia los
gloriosos tiempos de su viaje a la Cólquide: evocó sus días de amor con
Hipsípila, la victoria sobre los toros de Eetes y la entrañable camaradería que
unía a los argonautas. Pero ningún recuerdo era tan gratificante como el de la
conquista del vellocino. Jasón lo evocaba con tanta fuerza que era como si
todavía lo tuviese ante los ojos, brillando más que el sol.
Sin embargo, justo cuando el héroe revivía
aquel momento de felicidad, la pesada figura del mascarón del Argo se desgajó
del casco de la nave y cayó con todo su peso. Jasón recibió un golpe tan fuerte
en el cráneo que murió al instante, sin tiempo siquiera de darle un último
adiós a su querida patria. Estaba claro que Hera se había apiadado del héroe:
sabía que a Jasón la vida le resultaba pesada y enojosa, así que le había
concedido una muerte rápida para que su corazón descansara de una vez. Pero la
aventura de Jasón nunca sería olvidada, porque Zeus descendió desde lo más alto
del monte Olimpo, recogió la proa del Argo y la colocó entre las estrellas. Y
allí sigue todavía, centelleando todas las noches en el cielo, y recordándole a
todo el mundo el célebre viaje de Jasón a la Cólquide.
GUÍA DE LECTURA
La leyenda de Jasón entronca con el mito
de Frixo y Hele, que relata cómo llegó el vellocino de oro al país oriental de
la Cólquide. Por culpa de su malévola madrastra, los hermanos Frixo y Hele
están a punto de morir, si bien se salvan en el último momento.
1) ¿ Qué trama la perversa Ino
para acabar con sus hijastros?
Frixo y Hele tienen un final
paradójico, pues tratando de salvar su vida acaban por encontrar la muerte.
2) ¿Cómo evitan Frixo y Hele el sacrificio
al que están destinados? Sin embargo, ¿qué triste final tienen los
dos hermanos?
Jasón es un joven de sangre real que ha
crecido lejos de su familia. Al llegar a la edad adulta, el centauro Quirón le
revela una estremecedora verdad que le hará emprender el camino de la aventura.
3) ¿Qué le revela Quirón a su discípulo y
con qué propósito se dirige Jasón a la ciudad de Yolco?
4) Cuando va a pasar el río Anuario,
¿quién pone a prueba a Jasón y cómo lo hace? ¿Qué virtud demuestra
el héroe y qué premio recibe por haber obrado bien?
Ya en la ciudad de Yolco, Jasón se
entrevista con su tío, el rey Pelias, quien lo conmina a conquistar el
vellocino de oro.
5) ¿Por qué Pelias se muestra tan inquieto
al saber que ha venido a verle un hombre calzado con una sola sandalia? ¿Cuál
es el motivo real por el que se le encarga a Jasón que conquiste el vellocino?
Deseoso de partir hacia la Cólquide, Jasón
inicia enseguida los preparativos de su expedición, que incluyen la
construcción de un barco llamado Argo y la elección de sus tripulantes, los
llamados argonautas.
6) ¿Qué diosas ayudan a Jasón a preparar
su viaje?
7) ¿Qué virtudes tiene el Argo? ¿Para
qué ha de servir su mascarón de proa?
8) ¿Te parece que los argonautas son
personajes realistas? ¿Por qué?
Al poco de emprender su viaje hacia la
Cólquide, Jasón y los argonautas recalan en la rocosa isla de Lemnos, que está
habitada en exclusiva por mujeres.
9) ¿A qué se debe esa curiosa situación? ¿Cómo
contribuyen los argonautas a regenerar la vida en Lemnos?
Tras pasar el Helesponto, los argonautas
desembarcan en la isla de los Osos, donde son invitados a la boda del rey
Cícico.
10) La presencia de los argonautas, ¿qué
desgracia logra evitar? Sin embargo, ¿qué terrible tragedia se
produce al poco de que el Argo abandone la isla de los Osos?
En su siguiente escala, los argonautas
deben afrontar una nueva contrariedad: la desaparición del joven Hilas.
11) ¿Qué le sucede a Hilas? ¿A qué otro
compañero pierden los argonautas en esa misma escala?
En el país de Bitinia, el argonauta Pólux
se enfrenta en un combate de pugilato a un despiadado monarca llamado Ámico.
12) ¿Luchan los dos combatientes en pie de
igualdad? Dada la soberbia con que se comporta Ámico, ¿qué lección
moral podemos extraer de su derrota final?
En el reino de Salmideso, los argonautas
conocen al rey Fineo, que posee el don de la adivinación.
13) ¿Qué es lo que pacta Jasón con Fineo?
¿Cómo solucionan los argonautas el problema que atormeta al rey?
El encuentro con Fineo determina el éxito
de los argonautas en la empresa de atravesar el estrecho del Bósforo, que se
encuentra flanqueado por las rocas Simplégades.
14) ¿Por qué resultan tan peligrosas esas
rocas? ¿Cómo averigua Jasón si los dioses le permitirán pasar el estrecho del
Bósforo? Cuando todo parece perdido, ¿quién salva a los argonautas y cómo lo
hace?
La segunda etapa de la aventura de
Jasón se emplaza en la Cólquide, el lugar donde se encuentra el vellocino de
oro. Eetes se resiste a entregárselo a Jasón, pero evita enfrentarse con el
héroe griego.
15) ¿Qué artificio mágico le permite domar
a los toros? ¿Con qué ardid se impone sobre los guerreros nacidos de
la tierra?
16) Tras conocer la victoria de Jasón,
¿qué se propone el rey Eetes?
Para apropiarse del vellocino, Jasón debe
imponerse sobre una serpiente descomunal que vigila día y noche la dorada
reliquia de Eetes. En esa tarea, el héroe recibe el auxilio de Medea.
17) ¿Qué le promete Jasón a la joven a
cambio de su ayuda? ¿Qué estrategia usa Medea para burlar la vigilancia de la
serpiente?
Una vez conquistado el vellocino, Jasón y
los argonautas emprenden la tercera etapa de su aventura: el viaje de regreso a
Grecia. Al zarpar, los héroes son perseguidos por la flota del rey Eetes.
18) ¿Qué ruta decide tomar Jasón para
deshacerse de sus perseguidores? ¿Es posible realizar ese viaje?
De todos los compatriotas de Eetes, el que
más destaca en la tarea de perseguir a los argonautas es Apsirto, el hermano de
Medea. Cuando Jasón advierte que no podrá rehuir el combate con Apsirto,
19) ¿Qué le propone a Medea y cómo
reacciona la joven? Finalmente. ¿cómo se libra Jasón del peligro que
supone el hermano de Medea?
20) ¿Qué consecuencias tiene el episodio
de Apsirto para el viaje de los argonautas?
Tras dar muchos rodeos, el penúltimo
destino de los argonautas es la isla de Creta, de cuya vigilancia se encarga el
gigante Talos.
21)¿Cómo se las arregla Medea para
aniquilar a Talos? ¿Recuerdas otro célebre personaje de la mitología griega
murió por culpa de herida en el talón?
Exhaustos y desmedrados, los argonautas
pisan por fin su patria. Nada más llegar a Yolco, Jasón acude a visitar a
Pelias para hacerle cumplir su palabra. Sin embargo,
22) ¿ De qué manera reacciona el rey al
ver a su sobrino? ¿Cómo se venga Medea de Pelias?
23) ¿ Por qué podemos decir que la
arriesgada proeza de conquistar el vellocino ha sido una aventura inútil?
De regreso a Grecia, Jasón se ve condenado
a un destino crepuscular, una vida errática que desemboca en una muerte
patética.
24) ¿ Por qué abandona el héroe a su
esposa y cómo reacciona Medea al sentirse traicionada?
25) ¿De qué manera muere Jasón? ¿Te
parece un final digno de un héroe? ¿Qué interpretación simbólica podríamos
darle al hecho de que Jasón perezca a la sombra del Argo?